Por Mariano Rovatti
En tiempos de crisis, los espacios formales de producción y comercialización de bienes y servicios tienden a reducirse. Los costos para sostenerlos aumentan y las ventas disminuyen, corriendo a miles de trabajadores de la economía formal hacia el territorio de la informalidad.
El empleo de calidad cede, generando una ocupación aluvional del espacio común, con el mero objetivo de la supervivencia.
En los últimos tiempos, se ha verificado en la Argentina una fuerte caída de la producción, el empleo y el consumo, a la vez que el mismo Estado que la ha generado con sus políticas, desata una celosa defensa del espacio público no exenta de violencia.
Frente al próximo cambio de gestión, en los tres niveles del Estado, se impone desafiar los juicios imperantes respecto a lo que debe entenderse como un valor en el uso del espacio público. El paradigma actual es de liberarlo, restringiendo al máximo su uso por parte de los ciudadanos para actividades productivas y comerciales.
Proponemos modificar esa mirada, concibiendo al espacio público como una herramienta más –como podrían ser las reservas del BCRA, los fondos del ANSES, los aranceles externos, el sistema tributario o las líneas de crédito del Banco Nación- orientada al desarrollo económico y la justicia social.
El espacio público puede ser un territorio hábil para permitirle a millones de trabajadores a lo largo y ancho del país, ser incluidos en la economía formal, y con ello, tener obra social y aportes jubilatorios.
Ferias artesanales y manualistas, mercados de abastecimiento fijos e itinerantes y ferias de reventa son ejemplos de opciones concretas para la participación de una masa de trabajadores que pueden ofrecer sus productos a precios más accesibles que los de la economía tradicional, siendo inmenso su potencial mercado.
Pero no proponemos hacerlo a tontas y a locas. Si no es el Estado quien controla el espacio público, lo terminan manejando las mafias. Algunas de ellas, con participación de la policía y de otros organismos.
El estado debe planificar qué parte del espacio público se destinará a su uso con fines inclusivos económico-sociales, y en cuáles oportunidades, equilibrando el derecho de la ciudadanía al uso del mismo, con las necesidades que impone una crisis como la que está en curso.
Las calles, las plazas, los espacios ociosos –como por ejemplo, los lindantes a las vías del ferrocarril- y/o los predios cerrados recibidos por el Estado en calidad de legados, deben ser el territorio habilitado para esta política de inclusión. Hoy se piensa exclusivamente en su no uso, o en su cesión a organizaciones vinculadas a los amigos del gobierno.
Allí también entran en juego las organizaciones sociales, como factor de ordenamiento y contención. Su articulación puede ser válida para la capacitación de los trabajadores, la obtención de mejores condiciones comerciales y el logro de beneficios colectivos, objetivos accesibles en base a la organización y a la solidaridad.
También es fundamental que se articulen esfuerzos con los municipios, quienes constituyen el espacio estatal más próximo al espacio público.
Usar más extensivamente el espacio público puede ser un factor dinamizante para la aletargada economía nacional, si se lo usa con racionalidad. Un cambio de paradigma necesario para enfrentar una crisis de magnitud.
Buenos Aires, septiembre de 2019
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