El Foro de Pensamiento Peronista fue fundado en 2012 por un grupo de políticos e intelectuales del peronismo con el fin de discernir ideas y hechos que desplieguen el rico y vigente pensamiento estratégico del Gral. Juan Domingo Perón, e intervenir así en la lucha político-cultural de la Argentina. Tras las derrotas de 2015 y 2017, nos animó la reunificación del peronismo como base de la recreación de un gran Movimiento Nacional , y ofrecer a nuestro pueblo una alternativa triunfante, logro que finalmente se obtuvo a partir de la victoria en 2019 del Frente de Todos, encabezado por el compañero Alberto Fernández.

4 de abril de 2018

El fin del globalismo



JOHN RALSTON SAUL 

 Las grandes teorías económicas rara vez duran más de unas cuantas décadas. Algunas, si están particularmente sintonizadas con eventos tecnológicos y políticos, pueden durar hasta medio siglo. Más allá, poco menos que la fuerza militar las puede mantener en escena. La teoría de los mercados abiertos salvajes que feneció en 1929 duró algo más de 30 años. 

El comunismo, una mezcla de teorías religiosas, económicas y globales, se extendió a 70 años en Rusia y a 45 en Europa Central, gracias precisamente al uso intensivo de la fuerza militar y policíaca. Si sumamos su forma flexible y vigorosa du-rante la Depresión a su versión más rígida de la posguerra, el keynesianismo duró 45 años. Nuestra propia globalización, con su determinismo tecnocrático y tecnológico y su idolatría del mercado, tuvo 30 años. Y hoy también ha muerto.



Por supuesto, las grandes ideologías rara vez desaparecen de la noche a la mañana. Las modas, bien sea en el vestuario, en la alimentación o en la economía, tienden a desaparecer. A miles de personas les va bien con su creencia en la globalización, y su supervivencia profesional depende de que sigamos compartiendo su devoción a la causa. También su sensación personal de autoestima. Esas personas estarán en cargos de poder durante unos cuantos años más, y defenderán sus argumentos por algunos más. Pero los signos de decadencia son claros, y se han multiplicado desde 1995, añadiéndose uno a otro, convirtiendo una situación confusa en un colapso.

Sin embargo, apenas hemos advertido este colapso, puesto que los creyentes afirmaban que la globalización es un dios inevitable y todopoderoso; una santísima trinidad de mercados florecientes, tecnología insomne y administradores sin fronteras. La oposición o la crítica se trataban como un simple paganismo romántico. Era impotente ante este dios sorprendentemente colérico, que simplemente lanzaría rayos a los vacilantes y premiaría a sus héroes y sus campeones con guirnaldas doradas. Quizá la razón para que la globalización haya parecido tan seductora a las sociedades construidas sobre las mitologías griegas y judeocristianas, para esta extraña confusión de salvación, fatalismo y castigo. Transfirió a la teoría económica en cualquier manera confusa como haya sido, este sistema de creencias nos es casi irresistible.

Los imperios británico y francés se jac-taban de su poder y lo defendían de ma-nera similar desde finales del siglo XIX, es decir, cuando comenzó su colapso. Y a medida que los diversos nacionalismos del siglo XIX se hundieron en el horror, sus partidarios los transformaron en un asunto racial.

La inevitabilidad es la justificación fi-nal tradicional del fracaso de las ideolo-gías. Menos tradicional –y signo de debi-lidad intrínseca– es el grado en que se concibió a la globalización como una reli-giosidad anticuada. Quizá los economis-tas y otros creyentes que emprendieron la globalización estaban instintivamente pre-ocupados por que la población advirtiera que sus nuevas teorías eran extrañamente similares a las teorías del comercio de mediados del siglo XIX, o a los modelos del mercado no regulado, que quedaron en descrédito en 1929. Y de ese modo, tratando a las cuatro décadas intermedias como un intervalo accidental, comenzaron donde sus predecesores habían termina-do: con una certeza religiosa.

A pesar de la certeza inicial, una cre-ciente vaguedad rodea hoy a la promesa original de la globalización; parece que hubiésemos perdido el rastro de lo que hace 30 años, e incluso hace 10, se declaraba repetidamente como algo inevitable: Que el poder del Estado-nación había llegado a su fin, para ser sustituido por el de los mercados globales. Que en el futuro, la economía, no la política ni las ar-mas, determinarían el curso de los acon-tecimientos humanos. Que los mercados libres establecerían rápidamente los equilibrios internacionales naturales, inmunes a los antiguos ciclos de auges y recesio-nes. Que el crecimiento del comercio internacional, como resultado de la reducción de las barreras, desencadenaría una oleada económico-social que encumbra-ría a todos los buques, bien fuesen del occidente empobrecido o del mundo en desarrollo en general. Que los mercados prósperos convertirían a las dictaduras en democracias. Que todo esto desalentaría el nacionalismo irresponsable, el racismo y la violencia política. Que la economía global produciría estabilidad mediante la creación de corporaciones cada vez más grandes inmunes a la bancarrota. Que esas corporaciones transnacionales aportarían una nueva forma de liderazgo internacional, libre de prejuicios políticos locales.

Que el ascenso del liderazgo del mercado global y la decadencia de las políticas nacionales, con su tendencia a deformar los procesos económicos saludables, impulsaría el surgimiento de gobiernos libres de deuda. Que atando a nuestros gobiernos a un estado permanente de cuentas públicas libres de deuda, nuestras sociedades se estabilizarían.

En resumen, si las fuerzas económicas globales dejaran de estar sometidas a la voluntad humana nos protegerían de los errores del engreimiento local, y permitirían que el interés propio individual llevara a cada individuo a una vida mejor. Estas fuerzas junto con el interés propio producirían prosperidad y felicidad para todos. En una sociedad donde el dogma cristiano fue tan predominante hasta hace poco, ¿cómo podrían las gentes de bue-na voluntad no sentirse atraídas por es-tas buenas nuevas, por estas promesas de redención personal? Y si a esto se añade una multitud de nuevos métodos tecnocráticos de mercado–bueno, entonces, se suprimirían los ciclos de la historia, y nos encaminaríamos en una dirección permanente e inevitable. En palabras de un creyente particularmente ingenuo, la historia moriría. La historia ya ha muerto.

La globalización se materializó en los setenta a partir de esa especie de vacío o bruma geopolítica que aparece siempre que una civilización empieza a cambiar de dirección, buscando a tientas el camino de una época a otra. En geopolítica, el vacío no es una op-ción. Es un periodo entre opciones; una oportunidad, siempre y cuando se la re-conozca como lo que es, un breve inte-rregno durante el cual los individuos pue-den maximizar su influencia en la orienta-ción de su civilización.

¿Qué causó este vacío particular? Qui-zá un cuarto de siglo de reforma social dejó exhaustas a las elites liberales. La necesidad de manejar una multitud de nuevos programas sociales de enorme ta-maño que fueron adoptados de manera democrática –una manera ad hoc– dificultó que los líderes políticos se concentraran en la línea principal, es decir, que se con-centraran en un sentido amplio del bien público. En cambio, los gobiernos queda-ron atrapados en los detalles intermina-bles y erráticos de la administración. O quizá la causa del vacío fue la confianza de esas elites políticas en los tecnócratas, que poco entendían del debate –y, de he-cho, desconfiaban de él– y así los líderes fueron empujados al aislamiento.

Sea como fuere, la mayoría de los líderes occidentales parecían confundidos acerca de qué hacer a continuación. Habían llegado al final de un capítulo de pro-greso social. Y no podían haber estado menos preparados para un contraataque religioso a sus motivaciones éticas, en particular, para un contraataque en el que las ideas judeocristianas clásicas de lo sagrado se habían convertido en inevitabilidades económicas.

Estas ideas económicas teóricamente nuevas a duras penas se identificaban con los argumentos simplistas de los años previos a 1929. El fervor religioso se había combinado con olas centelleantes de nueva tecnología y masas de datos macroeconómicos, que se presentaban como hechos. Así remozadas, como tres en uno, uno en tres, las viejas ideas parecían nuevas.

Las élites liberales, atrapadas en la racionalidad instrumental de la administración de programas, respondieron a este ataque con una actitud de rechazo que mostraba superioridad, estolidez y falta de imaginación. En vez de hablar del bien público, defendieron las estructuras administrativas. El efecto fue que, unos argumentos fatigados y desacreditados acerca de los mercados parecieran jóvenes, ági-les y modernos.

Un signo cómico de la nueva era fue la creación, en 1971, en una aldea montañosa de Suiza llamada Davos, de un club de líderes corporativos europeos. Allí podían examinar la civilización a través del prisma de los negocios. Muy pronto llegaron empresarios de todo el mundo. También llegó un tropel de líderes del gobierno y de la academia en busca de inversionistas. Los líderes empresariales, políticos y académicos parecían aceptar sin mayor cuestionamiento el principio esencial de Davos: que el bien público se debía tratar como un resultado secundario del comercio, la competencia y el interés propio.

Davos era un signo de los tiempos, una versión superficial y arrogante de una corte real, pero cuando el G6 –hoy G8– se creó en 1975, su objetivo fue una imitación del de Davos: reunir a los líderes de las eco-nomías nacionales más grandes para exa-minar el mundo a través del prisma de la economía. Nunca antes las grandes na-ciones habían organizado de manera tan explícita y unilateral sus relaciones bási-cas alrededor del interés comercial pro-pio desnudo, sin los contrapesos positi-vos y negativos de las normas sociales, los derechos humanos, los sistemas polí-ticos, las dinastías, las religiones forma-les y, en el extremo negativo, los supues-tos destinos raciales. Valery Giscard d’Estaing, el presidente francés que orga-nizó la primera reunión del G6 en Rambouillet, su residencia campestre ofi-cial, era el modelo prototípico del econo-mista tecnocrático europeo. Y su enfoque predominó.

Pero lo que realmente abrió la puerta a la globalización fue el colapso económi-co de 1973: la depresión que nunca ocu-rrió. La obsesión tecnocrática reinante por la administración y el control significaba que todos teníamos que ser tranquiliza-dos. Así que se nos dijo que esa era otra recesión. Después hubo otra recesión, y luego otra y otra y otra, siempre minimi-zadas, siempre a punto de ser resueltas. Los reformadores sociales, que domina-ban casi todos los partidos políticos y los gobiernos, se negaron el derecho a quedarse atrás y enfrentar la situación en con-junto. Habían perdido el aliento intelec-tual y el equilibrio emocional para hacer-lo. Y así perdieron gradualmente el derecho a dirigir.

La nueva fuerza o ideología que se aprestó a llenar el vacío involucraba una estrategia comprensiva llamada globalización, un enfoque que contenía la respuesta a todos y cada uno de nuestros problemas. Era encantadoramente seductora. Contenía soluciones simples y absolutas, y como todas las religiones de algún éxito, dejaba la responsabilidad últi-ma en manos invisibles e intangibles. Así, la globalización no requería que nadie asumiera la responsabilidad por ninguna cosa.

Esta visión trascendente llenó rápida-mente el vacío. La primer vez que escu-ché la variedad de pasividad personal producida por este sistema de creencias fue en un discurso de Giscard d’Estaing emitido por la televisión nacional francesa. Había sido elegido como líder político de nuevo tipo un brillante economista. Moderno. Casi posmoderno. Iba a dirigir la sociedad a través de la economía. Pero llegó justo después del colapso de 1973, que incluía alta inflación y desempleo. Después de más o menos un año de luchar contra el colapso, Giscard fue a la televisión a decirle a la gente que estaban en marcha fuerzas globales e inevitables. Por tanto, era muy poco lo que él podía hacer. Los Estados-nación eran impotentes.

Este fue el comienzo de la manía de declaraciones públicas de impotencia de los líderes democráticamente elegidos. La globalización se convirtió en excusa para no tratar los asuntos difíciles, para no utilizar las palancas del poder y los grandes presupuestos para resolverlos. Dieron credibilidad a la fuerza de lo inevitable.

La globalización tuvo defensores brillantes –Margaret Tacher, la primera de ellos, y economistas como Milton Friedman–, pero también oleadas crecientes de administradores y consultores de nuevo tipo. Estas personas cumplían muy diversas funciones. Daban conferencias a los líderes de los sectores público y priva-do, organizaban las estructuras que ejecutaban las políticas, y administraban es-tas estructuras día a día. Y su teoría básica era –y aún es– que la metodología moderna es universal. Y lo que es más, que estos métodos eran preferibles a la tosca tarea de los argumentos democráticos y la voluntad personal, bien fuese un asunto de opinión personal o de elección personal. En otras palabras se empeña-ron en la batalla clásica de promover el método por encima de la opinión, es decir, de la forma sobre el contenido.

Y, como sucede siempre cuando la for-ma es dominante, se emprendió una variedad de experimentos. En todo el mun-do se redujo el servicio civil, se desregularon los sectores público y priva-do, se liberaron los mercados, se recorta-ron los impuestos y se equilibraron los presupuestos públicos. El tamaño de las corporaciones empezó a crecer mediante fusiones y fusiones de fusiones. Este gigantismo se consideraba necesario para el éxito en el nuevo mercado mundial. El comercio creció en una impresionante magnitud de veinte veces. La integración económica Europea se aceleró. Nueva Zelanda, el modelo original del Estado democrático social, dio un vuelco total a mediados de los ochenta e intentó convertirse en el Estado–nación globalizado perfecto. Las economías de Canadá y Estados Unidos se integraron rápidamente después de firmar el tratado de libre comercio en 1988, al que se añadió la integración de la economía mexicana con la firma del TLCAN.

Los reformadores sociales, por su par-te, reestructuraron sus propios argumentos hasta el punto de que sus supuestos básicos fueran idénticos a los de sus oponentes. Casi en todas partes, los socialdemócratas y liberales se convirtieron en globalistas, de un tipo más amable y gentil.

Como en un ataque de moralismo, un gobierno tras otro aprobaron leyes en que renunciaban a su derecho a asumir deudas o recaudar nuevos impuestos, aun cuando ambos eran poderes del gobierno, y esenciales para la construcción y la preservación de la democracia. De hecho, las deudas y los impuestos cumplieron el mismo papel fundamental en el periodo pre-democrático. Al mismo tiempo, el sector privado inventó miles de nuevas deudas e impuestos privados en su beneficio. Todo ello, desde los bonos basura hasta las tarjetas de crédito, se trataba como moneda privada no regulada. Y las corporaciones utilizaron el viejo mecanismo de la bancarrota más que nunca para limpiar sus atavíos cuando les convenía.

El pecado de la deuda pública se generalizó atribuyéndolo a los servicios públicos. Funcionasen bien o no, se debían privatizar y desregular en un mercado global para redimirlos de las ineficiencias del sector público. Esto llevó, a su vez, a que las grandes empresas privadas que prestaban servicios, como las aerolíneas, fueran liberadas de las restricciones regulatorias para satisfacer una versión moral del individualismo que prometía, por ejemplo, el derecho a viajar con tarifas más bajas, mayores posibilidades de elección y más destinos.

Desde comienzos de los setenta hasta finales de siglo se aprobaron muchos tratados económicos internacionales obliga-torios, y casi no se negociaron tratados vinculantes que contrabalancearan las obligaciones relacionadas con las condiciones de trabajo, los impuestos, el me-dio ambiente o las normas legales. Durante 250 años, la ardua tarea de construir el Estado–nación moderno dependió del reequilibrio continuo de las reglas obligatorias acerca del bien público y del interés propio.

Hoy este equilibrio se ha inclinado violentamente hacia uno de los lados, trasladando la mayor parte del poder económico al mercado global.

Con la desnacionalización del poder económico y el uso de la deuda y de los sistemas monetarios para que las transnacionales acumulen valores financie-ros más cuantiosos que los de los Esta-dos–naciones, el paso lógico subsiguiente era considerar a esas transnacionales como nuevas naciones, como naciones virtuales, liberadas de las limitaciones de la geografía y de los ciudadanos; libera-das de las obligaciones locales, con el poder que da la movilidad de monedas y bienes. Lo mejor de lo mejor.

Este ascenso de la globalización que duró un cuarto de siglo llegó a la cima en 1995, cuando el viejo sistema de acuerdos comerciales internacionales –conocido como Acuerdo General de Tarifas y Aranceles (GATT)– se replanteó y materializó en una nueva y poderosa organización, la Organización Mundial del Comercio (OMC). Esta fue la última victoria. No hubo nada especialmente notable en la creación de la OMC. Era simplemente un cuerpo centralizado para tratar los asuntos del comercio internacional, nada mala en sí misma. El punto importante era el contexto. La reinterpretación de la civilización a través del prisma de la economía había llegado a una barrera crítica. Más allá de esa barrera, todo intercambio internacional que involucrara un elemento comercial sería tratado fundamentalmente como comercial. La cultura se vería como un mero asunto de regulación industrial; los alimentos, como un resulta-do secundario de la industria agrícola.

Lo que captó particularmente la atención pública de todo el mundo fue la idea de que las normas nacionales sobre la salud y los alimentos se tratarían no como una expresión de la población interesada en el tipo de cosas que iba a meter en su estómago colectivo, sino como mero proteccionismo, excepto que estuviesen respaldadas por la más dura de las duras evidencias científicas. Este tipo de evidencia suele tardar varias décadas. El principio de precaución y la opinión de los ciudadanos fueron entonces dejadas de lado en favor de una teoría absolutista del intercambio comercial.

Este enfoque determinista de la agricultura como industria y no como fuente de alimentación –con implicaciones que van desde los fertilizantes, herbicidas e insecticidas hasta la genética, las hormonas, los antibióticos, las marcas y las procedencias–se convirtió en la chispa que despertó una inmensa preocupación entre los ciudadanos. Este fue el contexto en que un creciente porcentaje de la población empezó a juzgar el manejo de asuntos clave tan diferentes como la enfermedad de las vacas locas, la disponibilidad de productos farmacéuticos en el mundo en desarrollo y el calentamiento global. Empezó a pensar que lo que se le había presentado como un argumento a favor de la globalización contra el proteccionismo, no era más que una oposición confusa entre elección personal e intereses corporativos abstractos. Así, la globalización, presentada como una metáfora de la elección, se estaba organizando por sí misma no alrededor de los consumidores, sino de las estructuras corporativas, estructuras que buscaban ganancias limitando la elección personal.

La población muy pronto empezó a advertir otras contradicciones de la ortodoxia global. ¿Cómo era posible que la misma ideología prometiera un crecimiento planetario democrático y una reducción del poder del Estado–nación? La democracia sólo dentro de los países. Si se debilita al Estado–nación se debilita a la democracia.

¿Por qué un incremento sin preceden-tes de la oferta monetaria se traducía en una escasez de dinero para los servicios públicos? Y ¿porqué este crecimiento de las nuevas monedas enriquecía principal-mente a quienes ya tenían dinero? ¿Por qué esto llevó a una acentuación de la dicotomía entre ricos y pobres y una con-tracción de la clase media? ¿Porqué tan-tas privatizaciones de los servicios públicos no los mejoraron ni redujeron los costos para los consumidores sino que, en cambio, garantizaron los ingresos de los nuevos propietarios mientras llevaban a un colapso de las inversiones en infraestructura?

Las gentes advirtieron que se había inflado el valor financiero de los grandes avances del empleo femenino. En forma abrupta, una familia de clase media re-quería dos ingresos. Advirtieron que en apenas 25 años los salarios de los Jefes Ejecutivos de Estados Unidos habían pasado de 39 veces la paga de un trabaja-or promedio a más de mil veces. Las cifras eran similares en otras partes. Y los ahorros que se lograron mediante el despido de servidores públicos fueron sobrepasados por el costo de los nuevos lobbyists y consultores.

Tres signos particularmente obvios indicaron que la globalización no cumpliría sus promesas. Primero, el liderazgo de un movimiento dedicado a la “competencia real” estaba conformado sobre todo por profesores permanentes, consultores y tecnócratas –burócratas del sector priva-do– que administraban grades compañías de accionistas. La mayor parte de los cambios que buscaban se orientaban a reducir la competencia.

Segundo, la idea de que las transnacionales eran nuevos estados naciones virtuales perdía de vista algo obvio. Los recursos naturales están fijos en un lugar, dentro de los Estados–naciones. Y los consumidores viven en un territorio real y en sitios reales. Estos se llaman países. Los administradores y profesores que maquillaron de manera entusiasta acerca de las nuevas naciones corporativas virtuales, eran ciudadanos residentes y consumidores de las naciones-estados de viejo tipo. Sólo hacía falta algún tiempo para que los líderes elegidos advirtieran que sus gobiernos eran mucho más fuertes que las grandes corporaciones.

Por último, el nuevo enfoque de deuda pública contra deuda privada, Primer Mundo contra Tercer Mundo reveló una confusión fatal. Quienes predicaban la globalización no podían enunciar la diferencia entre ética y moralidad. La ética es la medida del bien público. La moralidad es el arma de la corrección religiosa y social. Al final, las ideologías políticas y económicas suelen degenerar en una moralidad de tipo religioso. Pero la globalización había dejado la ética desde el comienzo e insistía en una curiosa especie de corrección moral que incluía el máximo comer-cio, el interés personal sin restricciones y el respeto exclusivo de los gobiernos por sus deudas. Estas nociones curiosamente se emparejaban con algo que a menudo se llamaba valores, igual que una visión del bien y el mal del Antiguo Testamento.

De aquí se derivaba que si los países tenían problemas financieros eran transgresores morales. Tenían que disciplinarse. Usar hair shirts. Abrazar la negación y el fasting.

Esta era la teoría de la crucifixión de la economía: se tiene que ser asesinado económica y socialmente para renacer puro y saludable. Durante un cuarto de siglo, bajo la severa tutela del Fondo Mo-netario Internacional, este enfoque mora-lizante y cargado emocionalmente fue apli-cado al mundo en desarrollo sin ningún éxito. Es muy extraño que se lo haya pre-sentado como una forma de utilitarismo suave y desapegado. Quienes aplicaban la teoría parecían desaprobar la prueba filo-sófica básica del funcionamiento de la in-teligencia y de la ética: la capacidad para imaginar al Otro. A medida que las deu-das del mundo en desarrollo continuaban ascendiendo en una montaña rusa de ines-tabilidad, simplemente insistían en que esos pueblos debían aprender a actuar de manera más predecible.

Lo cual nos recuerda a los ancianos sacerdotes que insistían en que los jóve-nes debían tomar baños o agua fría y ha-cer más ejercicio.

Hacia el cambio de siglo, había que-dado claro que el nacionalismo y los Es-tados–nación eran más fuertes de lo que eran cuando la globalización comenzó. En realidad, esto ya era claro en 1991, cuan-do el ejército yugoslavo trató de impedir que Eslovenia y Croacia se retiraran de su federación. La masacre posterior fue una prueba para casi todas las organiza-ciones internacionales. Todas ellas fraca-saron. Como en una comedia de humor negro, las elites internacionales parloteaban acerca de la manera como las fuerzas económicas globales habían tor-nado irrelevantes a los Estados–nación, mientras que miles de personas eran ase-sinadas y purificadas para facilitar la crea-ción de otros Estados–nación. El horror resultante golpeó a los europeos y los lle-vó a entender que su unión económica y administrativa era impotente en un desas-tre político militar.

Finalmente, Washington agenció los acuerdos de paz de Dayton. Pero Dayton aceptó el modelo de los criminales de gue-rra nacionalistas locales. Los judíos de Bosnia no existían como ciudadanos ex-cepto que pretendiesen pertenecer a una de las tres razas oficiales. Tampoco lo era la población mestiza. Dayton gira total-mente en torno de naciones basadas en ideas raciales, el aspecto más aterrador del nacionalismo, pero de todas maneras nacionalismo. Y, de ese modo, el triunfo de la globalización, con la creación de la OMC en 1995, fue simultáneo a su humi-llación con la firma de Dayton en ese mis-mo año.

En un juego de leapfrog deprimente, el acuerdo yugoslavo compitió con un ge-nocidio en Ruanda, donde entre medio millón y un millón de personas fueron ase-sinadas. Esta es una cifra impactante.

En un mundo global de medición eco-nómica y social, somos bombardeados dia-riamente por estadísticas aparentemente exactas que miden el crecimiento, la efi-ciencia, la producción, la reproducción, las ventas, las fluctuaciones de la moneda, los niveles comparativos de obesidad y de orgasmos, el divorcio, los salarios y los ingresos. Pero no sabemos, o no nos in-teresa saber si se masacró a un millón o a medio millón de ruandeses. Y el genoci-dio fue facilitado por París y Washington, utilizando los poderes de los anticuados Estados–nación en el Consejo de Seguri-dad de las Naciones Unidas, para bloquear una intervención internacional seria. La catástrofe de Ruanda se metamorfoseó entonces en la catástrofe del Congo, que produjo 4.7 millones de muertes entre 1998 y 2003. O fueron 3 millones? O 5.5 millones?

El punto es que la inevitabilidad del liderazgo económico global ha sido irre-levante en todas estas crisis. Mientras que los verdaderos creyentes hablan de globalización, estamos de hecho en me-dio de una disolución política acelerada marcada por sorprendentes niveles de vio-lencia nacionalista. Los líderes nacionales obedientes no podían más que advertir que las teorías de la globalización les estaban fallando. La falla más conocida fue el derrumbe de los mecanismos internacionales de prés-tamos. Durante un breve periodo pareció que el enfoque punitivo del FMI podría funcionar. Durante una docena de años la mayoría de los gobiernos latinoamerica-nos trataron de seguir las instrucciones que les entregaba el FMI, los gobiernos occidentales y los bancos privados. Tole-raron las economías de crucifixión, y en muchos casos esto eventualmente produ-jo un crecimiento aparentemente sólido, aunque el resultado paralelo fue una am-pliación de la brecha entre ricos y pobres. Pero en todos los casos la recuperación fue seguida, algunos años después, por un colapso aún mayor. Resultó que una austeridad tan prolongada había debilita-do, y no fortalecido, la fábrica socioeconómica. De modo que después de todas las liberalizaciones, las privatizaciones y los programas de esta-bilización de la inflación, el crecimiento de América Latina a finales de los noventa sólo fue un poco más de la mitad de lo que era antes de las reformas.

Los verdaderos creyentes dirán que podía haber funcionado, si tan sólo hu-biese habido menos nepotismo, sindica-tos más débiles o menos corrupción. Pero, en el mundo real, las políticas económi-cas reales no requieren condiciones per-fectas. Las condiciones perfectas no existen en el mundo real. Durante dos siglos, ha habido crecimiento en occidente a pe-sar de nuestras fallas.

Perú y Bolivia están al borde del abis-mo. Argentina está tratando de recupe-rarse, mientras que su juventud educada emigra masivamente. Igual que Brasil, va a tratar de ensayar algo que considera más adecuado a sus circunstancias. Únicamen-te Chile parece sólido, y esto debido a que desde la salida de Pinochet, este país ha planeado cuidadosamente sus propias so-luciones.

En otras palabras, América Latina ya no cree en la globalización. Tampoco Áfri-ca. Ni buena parte de Asia. La globalización ha dejado de ser global. En efecto, durante algún tiempo la mayoría de los ministros de finanzas occidentales han estado actuan-do en silencio para volver a imponer regu-laciones parciales a los mercados. ¿Por qué en silencio? Para evitar la ferocidad de los verdaderos creyentes. En 1998 el gobernador del Banco de la Reserva de Australia, Ian Macfarlane, empezó a pedir el retorno de las regula-ciones. “Cada vez más personas se pre-guntan si el sistema financiero internacio-nal que operó durante la mayor parte de los años noventa es básicamente inesta-ble. Por ahora, pienso que la mayoría de los observadores han llegado a la conclu-sión de que es inestable, y que se deben hacer algunos cambios”.

En ese mismo año, una combinación de manifestaciones callejeras y de minis-tros de finanzas recelosos del mundo de-sarrollado dieron muerte a las negociacio-nes del Acuerdo Multilateral sobre Inver-sión, cuyo objetivo era una mayor globalización de las finanzas y la inversión.

Rechazaron la idea de más tratados obli-gatorios orientados a los negocios, sin ninguna obligación política o contraparti-da social.

Casi al mismo tiempo, Malasia respon-dió a la disolución económica de Asia ne-gándose a seguir las reglas globales. El gobierno retiró su moneda del mercado, suprimió la convertibilidad, la fijó en un nivel suficientemente bajo para favorecer sus exportaciones, bloqueó la exportación de capitales extranjeros y elevó los aran-celes. Estas medidas desataron una ex-plosión de fervor moral occidental. Malasia no podía hacer eso. Su econo-mía no sobreviviría. El principal índice internacional de los mercados emergen-tes expulsó a Malasia. Luego todo el mundo desvió su mirada del derrumbe inevitable. En 1999, un año después, el mismo índice readmitió tímidamente a Malasia. Los banqueros mercantiles más inteligentes comenzaron a encomiar las posibles ventajas de la inversión a largo plazo y de fijar ciertas monedas en cier-tas condiciones.

Luego, el Banco Mundial, bajo un nue-vo liderazgo, comenzó a ablandar su visión global monolítica, aunque el FMI ha sido extremadamente lento para aceptar la rea-lidad y seguirla. Más tarde, en ese mismo año, la OMC fue humillada en Seattle por manifestaciones sin precedentes.

A finales del siglo no eran únicamente los líderes nacionales los que estaban em-pezando a adoptar una visión más mati-zada de las credenciales capitalistas de la globalización.

Un número creciente de personas, in-cluidos los líderes empresariales más in-teligentes, se preguntaba dónde había funcionado la desregulación y dónde no ha-bía funcionado.

La industria de las aerolíneas, por ejemplo, había crecido desde la segunda guerra mundial. Los llamados a la desregulación de mediados de los setenta provenían de un sector exitoso y rentable, que siguió creciendo hasta el 11 de sep-tiembre de 2001. Aun entonces la caída fue apenas del 5.7%, la cual, dados los sesenta años de sólido crecimiento, no debería de haber sido una catástrofe. Pero lo fue. En todo caso, esas corporaciones, que llamaban a la desregulación un cuar-to de siglo antes, entraron en bancarrota, una por una durante los años intermedios. La industria en su conjunto hoy depende de las líneas de tarifas reducidas. De modo que un sector que presta servicios esen-ciales es manejado con márgenes dudo-sos e inestabilidad institucional.

¿Por qué? Por devoción a un modelo simplista y monolítico de las fuerzas del mercado global. Pero una gran aerolínea no es un teléfono ni un par de zapatillas de atletismo. Los aviones que cuestan cien-tos de millones de dólares tienen que pa-garse con tarifas aéreas de 100 dólares, un modelo de negocios intimidante. El secreto del éxito de esta industria antes de 1973 era su estabilidad, generada y cuidadosamente preservada mediante re-gulaciones públicas de largo plazo.

Por su parte, la fábula del gigantismo –del tamaño corporativo como criterio del éxito industrial– empezó a parecer una tontería. Las fusiones interminables lle-varon a elevados niveles de deuda impagable y a la bancarrota. Como si el tamaño hubiera sustituido al pensamien-to. Como si fuera una cosa de machos.

Todo empezó a parecerse a la especu-lación de los mercados de los siglos XVII y XVIII: la burbuja del Mar del Sur, John Law y la regencia francesa, la locura de los tulipanes holandeses. Cuanto más grandes se volvían las corporaciones, más lentas y sin dirección llegaban a ser: enor-mes estructuras administrativas atemori-zadas por las inversiones serias y los ries-gos. Se asemejaban a burocracias fuera de control. Sin embargo, el argumento en favor de la globalización había sido la ne-cesidad aparentemente desesperada de arrebatar el poder a las burocracias y po-nerlo firmemente en manos de los propie-tarios verdaderos, capaces de asumir ries-gos reales.

Quizá más que los genocidios, los des-órdenes callejeros o las crisis de la deu-da, fueron esas simples imágenes recu-rrentes de ineptitud corporativa, combi-nada con la falta de autocrítica, lo que primero llevó a ver claro la decadencia de la globalización. ¿Cómo pudo cualquiera de nosotros creer seriamente que nuestra redención estaba en la reinterpretación de la civilización de modo que todos la pu-diéramos ver a través del prisma de la economía y de los negocios?

Cuanto más grandes llegaban a ser las corporaciones y más se liberaban de la regulación, más rápidamente perdían la sincronización con su civilización y aun con sus clientes y sus accionistas.

Claro está que la mayor parte de los trabajadores de las empresas hacían lo mejor que podían, más o menos como lo hacían siempre, cualquiera que fuera la ideología dominante. Las personas que tenían tropiezos parecían ser las estrellas persistentes de la nueva metodología mundial. Y así, a la vista de todo el público, el valor de la fabulosa fusión de AOL con Time Warner cayó rápidamente de 284 billones de dólares a 61 billones de dóla-res. Y Jack Welch, de GE, un modelo de nuevo líder, empezó a tropezar con el últi-mo centavo que encontraba en el piso como un niñito ambicioso. Arthur Andersen demostró que los contadores pueden actuar tan mal como cualquier otro. Hollinger, cuyos periódicos de los cuatro continentes publicitaban la globalización, cayó bajo múltiples investi-gaciones financieras y legales, igual que Parmalat, la gran historia italiana del éxi-to. Y así sucesivamente.

La ideología, igual que el teatro, de-pende de la espontánea suspensión de la incredulidad. En el centro de cada ideolo-gía se halla la adoración de un nuevo futu-ro brillante, y sólo hay fracaso en el pasa-do inmediato. Pero una vez cesa la sus-pensión, la espontaneidad se convierte en sospecha: la sospecha de quienes han sido traicionados. Nuestros brillantes líderes parecieron abruptamente ingenuos, aun ri-dículos.

Y así, a finales de los noventa, nuestra incredulidad retornó y con ella nuestra me-moria. Los años transcurridos entre 1945 y 1973 dejaron de parecer un fracaso. En realidad, fueron una de las épocas más exitosas de la historia en reformas socia-les y en crecimiento económico. Era algo sobre lo que se podía construir, para re-formar, no algo para dejar de lado.

La primera señal clara del fin de la ideología reinante llegó con el rechazo exitoso de Malasia del modelo de la globalización. Nosotros, en nuestro fervor, vimos su crisis como una crisis económica, y por tanto sujeta a las reglas de la inevitabilidad. Los malasios la vieron como una crisis política nacional con implicaciones económicas. Y de ese modo actuaron de política y nacionalmente, y demostraron que tenían la razón. De pron-to pareció posible que los Estados–nación no estuvieran feneciendo. Y que la certe-za económica era ciertamente ingenua.

Luego, a finales de 1999, llegaron las elecciones generales de Nueva Zelanda. Quince años antes este pequeño país se había convertido en el modelo de la globalización. Ahora, de la noche a la mañana, sus electores votaron para cam-biar de dirección, respaldando un gobier-no intervencionista fuerte comprometido con una combinación de políticas sociales nacionales, regulaciones económicas obli-gatorias y un sector privado estable. ¿Por qué? Sus industrias nacionales fueron ven-didas a precios de ganga, su economía estaba en declive y su nivel de vida se es-tancó durante los quince años de su expe-rimento de globalización. Su juventud es-taba emigrando a tasas alarmantes. Esto, decían ahora sus ciudadanos, no era in-evitable. Si un país pequeño podía utilizar sus músculos, entonces, el Estado–nación estaba realmente vivo.

Luego ocurrieron las explosiones del 11 de septiembre de 2001. En los días siguien-tes, la economía mundial empezó a hundir-se en una depresión. Los líderes corpora-tivos se agazaparon en sus empresas, olvi-dando el liderazgo mundial y, con el deseo clásico de reducir riesgos, recortaron sus programas de inversión y así aceleraron el hundimiento económico de la sociedad.

Por su parte, los líderes políticos, los ministros de finanzas, los directores de los bancos nacionales y de la reserva –las elites constituidas de los Estados–nación– se lanzaron en acción. Viajaron y habla-ron, emitieron dinero y gastaron inmen-sas cantidades. Y lograron estabilizar la situación. En otras palabras, hubo una reversión brutal, pública y existencial, de roles. Los gobiernos de los Estados–na-ción retomaron su pleno poder para ac-tuar y para liderar. Los Jefes Ejecutivos se retiraron a su papel histórico reactivo.

Una vez desaparece una creencia, las iglesias comienzan a desocuparse. Esta in-credulidad acelerada se podía ver en los juicios de bancarrota en diciembre de 2001 cuando, como si fuera la última es-cena de una telenovela de alcoba, la “inevitabilidad” del liderazgo corporativo global se encontró cara a cara con Enron, pidiendo que el gobierno la protegiera de sus deudas privadas.

Se vio nuevamente en la sesión de aper-tura de la frívola corte de Davos. Allá donde, 33 años antes, se presentó por primera vez la teología de la globalización, basada en el supuesto de que la civiliza-ción se debe enfocar a través de un pris-ma económico único y monolítico. Sin embargo, en su día de apertura, en enero de 2003, allí se festejaba a Mahathir Mohamad, entonces primer ministro de Malasia, por el éxito económico de su país. Para todos era claro que el éxito provenía del liderazgo político a nivel del Estado nación y que se basaba en el rechazo de la economía globalizada. Pocos días des-pués, Luiz Ignacio Lula da Silva, el nuevo presidente del Brasil, llegó a la aldea sui-za para proponer una versión independien-te y clara de un populismo responsable del Estado–nación.

El significado de todo esto quedó com-pletamente claro cuando Colin Powell, se-cretario de estado de Estados Unidos, lle-gó para hablar en nombre del país que había conseguido el mayor poder nacio-nal de toda la historia. En lo que se refie-re a una posible guerra con Irak –decla-ró– “actuaremos aunque otros no estén preparados para unirse a nosotros”. De modo que Estados Unidos actuaría unilateralmente, es decir, nacionalmente.

Así, en una sola semana, dentro del ho-gar emocional y mitológico de la globalización, tres gobiernos importantes y muy diferentes le dieron la espalda a la globalización y actua-ron como si el Estado–nación fuera la reali-dad internacional esencial.

De manera bastante intencional, la guerra que siguió en Irak puso fin al me-dio siglo de la vieja alianza propiciada por la segunda guerra mundial. En enero de 2003, Washington decidió no tomarse el tiempo para reunir a la coalición occiden-tal tradicional en el campo de batalla. El efecto fue liberar a un conjunto de nacio-nes para que repensaran sus relaciones. Así sucedió en el caso de los antiguos ac-tores de la OTAN como en el de los más pequeños, y recién liberados Estados centroeuropeos, que podían usar sus mús-culos de Estado–nación uniéndose a la coalición. Algunos de ellos nunca habían tenido esa oportunidad. Para otros era la primera vez desde la década de 1930.

En todo el mundo, las naciones comen-zaron a moverse como agentes semi-libres. Organizaciones tales como la OTAN son aún sólidas. No existe deseo alguno de salir en estampida. Pero todo el mundo mira a su alrededor para ver si hay otras maneras de actuar. Y con quién.

Dolorosamente, no es claro el signifi-cado de todo esto. Aquí estamos, corrien-do alrededor de una de esas esquinas peli-grosas sin saber hacia dónde vamos. Qui-zá de regreso a la peor especie de naciona-lismo negativo. O quizá hacia una forma más compleja e interesante de nacionalis-mo positivo, basada en el bien público.

Lo que es cierto es que el nacionalis-mo de la mejor y de la peor especie ha logrado una recuperación notable e ines-perada. Aún no sabemos si se convertirá en la nueva ideología dominante. Lo que si sabemos es que en Europa ha habido un retorno a un nacionalismo negativo si-milar al del siglo XIX. Aun cuando usual-mente producto del miedo, reapareció en países que no tenían nada que temer: en Austria, Jorg Haider hablaba contra los inmigrantes, mientras que hacía eco a los mitos nacionales racistas y monolíticos. Italia gobernada por tres nacionalistas, uno de ellos líder del antiguo partido de Mussolini. Fenómenos relacionados en Bélgica, Dinamarca, Francia, Holanda, Noruega, Suiza. El súbito renacimiento del nacionalismo sectario en Irlanda del Nor-te. La derrota de un compromiso en Córcega. En todas partes, estos naciona-listas hoy participan en gobiernos de coa-lición o encabezan la oposición.

Muchos partidos tradicionales han orientado sus velas para capturar parte de ese voto nacionalista. Los inmigrantes no europeos, que rara vez llegan a ser más del 5% de la población de un país, se han convertido en el punto focal de una sensa-ción de impotencia política y social, pro-ducida en parte por un cuarto de siglo de inevitabilidades continentales y globales. El creciente temor a los musulmanes es paralelo al retorno del antisemitismo. La última elección australiana se ganó pro-vocando el temor a los inmigrantes.

El nuevo presidente de la República Checa es considerado como un naciona-lista de viejo tipo, así como el goberna-dor de Tokio. Debido a que Estados Uni-dos es tan poderoso, la gente dice que todas sus acciones son imperiales. Pero los imperios son meras extensiones del nacionalismo. No son un fenómeno de globalización ni de internacionalismo.

Al mismo tiempo, han surgido formas positivas de nacionalismo, y países como Sudáfrica y Brasil se enfrentan a las transnacionales farmacéuticas por la dis-ponibilidad de drogas para combatir epi-demias tales como el sida. Y esas nacio-nes están ganando. Un número razonable de tratados no económicos internacional-mente obligatorios basados en la prima-cía de la ética y de los bienes públicos ha empezado a tomar forma: el tratado de Ottawa contra las minas antipersonales, en la Corte Criminal Internacional, el acuerdo de Kyoto contra el calentamiento global. Ellos representan los comienzos de un intento de equilibrio internacional en el que el prisma de la civilización no es la economía de mercado ingenua ni el egoísmo nacional.

El retorno de la idea del poder nacional también significa el retorno de la idea de elec-ción: elección de los ciudadanos y elección de los países. Pero con la elección llega la incertidumbre, y esta provoca temor. En el momento en que entramos el vacío posglobalización, se puede sentir que el te-mor empieza a aumentar. Y, curiosamente, cuanto mayor es el poder de las naciones, más intenso es el temor. Quizá el poder genera una expectativa de incertidumbre. Quizá los países más pequeños encuentren cierta libertad en la incertidumbre: la libertad para elegir sin ser avasallados. La necesidad, dijo Pitt el joven, es la excusa de toda tiranía. En la mayoría de los países más pequeños, la globalización se ha visto como una inevitabilidad, y por tanto, como una tiranía.

La historia finalmente dará forma a todas estas señales contradictorias. Pero la historia no está a favor ni en contra.

Es lo que es. Y en geopolítica no exis-te un vacío prolongado.

Siempre se llena. Esto es lo que suce-de cada cierto número de décadas. El mundo gira, cambia, toma nuevos rum-bos o retoma viejos caminos. La civiliza-ción se agolpa en torno a una de esas es-quinas ciegas llenas de incertidumbres.

Luego, abruptamente, se abren las oportunidades para quienes se mueven con habilidad y compromiso.

Publicado en Financial Review el 2/2/2004

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